martes, 17 de diciembre de 2013

La tarde estaba pegajosa y Eduardo se pasaba los minutos deseando que la lluvia llegara al fin, tal como lo había prometido el servicio meteorológico del mediodía. No tenía nada más que hacer, salvo estar tirado en su cama, sin ganas de moverse, evitando cualquier actividad que dependiera de un gasto de energía. La humedad era aplastante, el termómetro marcaba 37 grados y no bastaba con el aire del ventilador, que a duras penas desplazaba el calor de un lado a otro en su pequeña habitación. Le gustaba la oscuridad en el medio de la tarde, fingir que la noche ya había llegado a su mundo. 
Y como no bastaba con que el clima asqueroso de la capital lo pusiera de mal humor, no podía dejar de pensar en Linda, todo el tiempo. Le molestaba darse cuenta que cada vez que su mente se distraía, caía en el recuerdo de los días que había pasado a su lado. Se sentía vulnerable y enojado, no quería que una simple muchacha le robara su tiempo. Y sin embargo, cuanto más trataba de alejarla de sus pensamientos y hacerla desaparecer como si fuera una mala idea, más se hacía presente. 
¿En qué demonios estaba pensando cuando decidió meterse con ella? Se lo pasaba tan bien cuando la tenía cerca durante las horas  compartidas, que mágicamente olvidaba los diez años que los separaban y sólo cuando volvía a encerrarse en la oscuridad de su cuarto, lo atormentaban los pensamientos.        
A veces, podía imaginar al padre de Linda, enterándose que estaba embarazada de un hombre que bien podría ser el novio de su mujer y le divertía pensar cómo éste se torturaba imaginando a su hija, teniendo sexo con un adulto. Disfrutaba, cerrando los ojos y sonriendo, mientras armaba en su mente la escena que, si se dejaba llevar olvidaba que tan solo era fruto de su imaginación, y se volvía por un instante real, como esos sueños de los que uno despierta sin saber si  en verdad ocurrieron o fueron parte de un juego de la mente tras una larga siesta. Continuaba su historia con la madre llorando inmersa en la desolación, Linda avergonzada y su padre con el orgullo herido, decidiéndose a matarlo a golpes, con cada facción de su cara retorcida por el odio. Pasaba las horas, creando historias, divirtiéndose a su manera, imaginando mundos en los cuales su vida tenía un poco más de emoción. Pero a pesar de todo, no dejaba de extrañarla. Quizás, armar estas historias lo ayudaba a desearla menos, pero nada se comparaba con su verdadera presencia, su espíritu joven, que lo hacía sentir vivo. Maldecía el momento en que la hizo sentir una niña para alejarla de su lado. Se había dejado llevar por una ola precipitada de pensamientos ajenos, estructurados y racionales de personas que él odiaba y no aceptaban la diferencia de edad a pesar del amor y lo cursi que sonara. En ese momento le preocupaba pensar qué diría el panadero del barrio si lo viera caminando de la mano por la calle con ella, o su vecino al verlos salir del edificio. Qué tarde se dio cuenta que estaba cayendo en un lugar al que nunca quiso llegar. Qué ironía la vida cuando te arrastra a donde siempre evitaste ir. 
Ahora, era mejor sólo pensarla. Sabía que había causado un gran dolor en su inocente alma. Volver a ilusionarla sería un grave error. Se sentía un pedazo de trapo sucio, gastado y malvado. Le estaba dando la razón al padre, a la madre y a todo el mundo. Estaba demostrando por qué una niña no debía salir con un tipo más grande; para evitar el dolor, la pérdida de la inocencia. 
Volvía entonces, siempre tropezando, a la soledad de su cuarto oscuro, a su noche eterna, al calor aplastante y el eterno esperar a la lluvia, a sus cigarrillos y cervezas sin compañía, a merecer lo que le tocaba, sin quejarse, porque él había decidido que así fuera. 


Tali G.